Llegué a la universidad siendo un empollón friki inexperto en relaciones sentimentales, solitario y atolondrado en su vida social. Y quien me gustó no fue ninguna chica empollona friki tímida y torpe como yo. Permití que me hiciera polvo una chica totalmente opuesta a mí: Egoísta, caprichosa, malhumorada, sexualmente ambigua, emocionalmente promiscua... Alguien que participaba del estereotipo de la vida bohemia, entregada a los excesos. Tuvimos una relación con segunda parte y evidentemente salí chamuscado.
Tras el última curso e la universidad conocí a una diseñadora gráfica interesada en la arquitectura, fotografía y la ciencia ficción. Compartía patrones con aquella chica de mi facultad. Sólo que esta vez no pasó nada. Pero la experiencia de conocerla, intercambiar emails e ir a visitarla a su país me permitió comprender cómo funcionaba el mecanismo dentro de mi cabeza. Buscaba hacer mía a una persona que perteneciera a ese mundo que me resultaba totalmente ajeno y en el que nunca había tenido cabida. Pero es más. Comprendí que en aquella clase de chicas todo lo que me atraía venía de la mano de todo lo que nos separaba: Eran niñas de papá incapaces de enfrentarse al mundo que se refugiaban en sus inquietudes creativas como evasión y que se entregaban a prácticas autodestructivas por su baja autoestima. Eso las llevaba de cabeza hacia un solo arquetipo de hombre: El chico alternativo y bohemio que las machacaba psicológicamente. Ellas jamás iban a ser realmente mías. Más aún. No merecía la pena estar con personas así por muy fuerte que fuera la atracción hacia ellas. Pero no me costó mucho esfuerzo superar todo aquello. Descubierto el truco se acabó la magia.